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Orígenes americanos de la pelota.

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Hay quien busca similitudes entre el Jaialai y los juegos de los nativos americanos. Es cierto que se pueden encontrar semejanzas si se pone voluntad en ello pero por origen, objetivo y desarrollo del juego da la impresión de que necesitamos apretar demasiado los hechos para afirmar tal semejanza.  Vamos a repasar un poco, de forma somera, estos hechos y después cada uno podrá opinar según su parecer.

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Cuando decimos que el jaialai es una especialidad o variedad del juego de pelota que entra dentro del capítulo “herramienta” estamos llegando, sin querer, al origen de estás prácticas. No debe haber duda de que el juego es una parte necesaria de la educación de todos los animales, dado que es una parte del entrenamiento que permitirá mejor desenvoltura al llegar a la etapa adulta. Dicho de otro modo, jugar es practicar para vivir. El juego permite desarrollar la inventiva, la estrategia y las cualidades físicas de cada cual. Los humanos tenemos algunas cualidades claramente diferenciadores del resto de los seres vivos conocidos. Tenemos por un lado la palabra, sin la cual se nos antoja imposible avanzar como comunidad a través del tiempo. Tenemos el sentido de cooperación, que nada tiene que ver con las asociaciones del reino animal, siendo éste mucho más amplio y complejo, y finalmente podemos hablar del uso de la herramienta, uso que suele ser mal interpretado en muchas opiniones. Vamos a fijarnos en esto último como punto de partida.

Hoy en día se tiende a asimilar el hecho del uso de algunos animales hacen uso de elementos tomados de la naturaleza con el uso de los humanos de las herramientas. De este modo se considera que el simio que usa un palo para atrapar hormigas está haciendo uso de una herramienta; esto no es del todo correcto. El uso de una herramienta se basa en cuatro puntos. Observación, abstracción, construcción y evolución.

  • Observación supone asumir el funcionamiento de un órgano y pensar en su potenciación para hacerlo más eficiente. Una piedra es más resistente que un puño. La piedra en la mano hace a ésta más eficiente para, por ejemplo, romper la cáscara de los frutos. En esto no hay diferencias entre humanos y simios, por ejemplo..
  • Abstracción es lo que permite seleccionar elementos que pueden comportarse como nuestros órganos. Es un ejercicio mental que los animales no hacen. El uso de la herramienta pensada y diseñada no obedece a la casualidad sino al diseño. Observar que el brazo más largo hace más fuerza y pensar que la piedra atada a un palo puede sustituir y alargar nuestro brazo es un proceso mental que ningún animal lleva a cabo salvo el ser humano. Aquí comienza la diferencia. No se trata sólo de preservar la mano, sino de multiplicar la fuerza aplicada. Piedra más palo igual a maza.
  • Construcción. Los animales seleccionan elementos, pero se quedan ahí. Nosotros construimos aplicando soluciones de conjunto que unen dos o más selecciones que interpretan el principio de la conservación de la energía. La cuña, la palanca, la polea e incluso la mítica rueda son herramientas que adquieren la categoría de máquina y no lo hacen por casualidad, sino que son determinadas por una voluntad a  hacer lo que hacen.
  • Evolución. Hacer más eficiente esa máquina. Los monos antropoides llevan milenios usando el mismo palo o similares para los mismos usos. Su herramienta no evoluciona. Se usa y se desecha. No mejora en material, no se hace más duradera o más útil. Si el material de siempre no está a mano no hay herramienta.

Syracuse's Dan Hardy drives against Loyola's Nick Federici during the a college lacrosse game Saturday, March 28, 2009 in Baltimore.(AP Photo/Gail Burton)Vemos pues claro que para un humano jugar con herramientas forma parte de su desarrollo general. El uso de la misma será imprescindible para él en el futuro, bien sea para proporcionarse alimento, construir su hábitat o modificar el ambiente que le rodea para hacerlo más amable a sus necesidades. No es pues difícil entender que todos los pueblos, todas las culturas, han jugado y lo han hecho con herramientas desde el principio de los tiempos. Así pues, dada la uniformidad del ser humano es lógico que en todas las culturas, desde Asia hasta América, pasando por Europa dónde incluimos a los vascos, han jugado con herramientas muy similares, conformando juegos también muy similares.

¿Qué es jugar a la pelota?.

Jugar a la pelota es un entrenamiento de guerra. Suena fatal así, en seco, pero lanzar un  elemento lejos y con fuerza , cuanto más lejos, más pesado y más fuerte mejor, no es más que una habilidad de caza, de defensa o de guerra. Del mismo modo el evitar que te alcance lo lanzado por el enemigo, o que si lo hace te cause el mínimo daño, es el paso inmediatamente posterior al lanzamiento. La esquiva, el rechace o la recepción, son tan importantes como el mismo hecho de arrojar algo contra alguien. Para ser realmente eficientes necesitamos tener fuerza y precisión, aptitudes que no se consiguen si no se entena (se juega) con regularidad. ¿Cómo incrementar la fuerza? Ya lo hemos visto: Basta con poner el objeto sobre una extensión de nuestro brazo. Sin embargo no vale con ponerlo ahí, en el extremo de un palo, sino que necesitamos que se quede ahí hasta que toda la fuerza acumulada en la extensión se transmita al objeto y que entonces – y sólo entonces – se desprenda alejándose de nosotros en la dirección adecuada. Si lo pensamos un poco descubrimos que acabamos de describir un “xare” o el “crosse” de los indios americanos. Sólo falta elegir un blanco para las prácticas.

La Naturaleza como herramienta.

La fruta que captura el orangutan Utilizar una pared como blanco es una solución magistral por su simplicidad. Una superficie sólida vertical sirve de sujeción a los blancos, evita que si fallamos el proyectil se aleje demasiado y pueda herir a alguien por accidente y nos puede devolver el proyectil permitiéndonos practicar la esgrima. Damos a una pared un uso diferente del que tiene en su origen, y –por lo tanto- la hemos convertido en herramienta. Es una genialidad muy alejada de los que se tiende a considerar uso de herramientas por parte de los animales.

Los indios americanos (en especial los canadienses) usaron éstas técnicas como elementos de guerra. De hecho, mucho antes de que los vascos se enfrentaran a una pared, ellos jugaban a lesionar al contrario con éstas técnicas (se golpeaban con el xare para conseguir la pelota). Los pueblos  Cherokee, Onondaga y Mohawk, ente otros, “jugaban “ al “lacrosse” antes de que los franceses lo denominaran así y lo convirtieran en un deporte. Ahí termina la similitud con el Jaialai.  La cesta punta nace ya dentro de un frontón como disciplina deportiva y –a pesar del cine y algunos periodistas desinformados- nunca se usó en el “far west” para atacar diligencias (tampoco bailamos flamenco, que conste).  El juego del Lacrosse es un juego de equipo que se parece más al futbol o al hockey que a ninguna disciplina de pelota vasca. En su origen, “el juego del creador” (Lacross es una corrupción de la voz francesa “le crossier” como denominaron los galos al xare) y servía para resolver conflictos; el juego se extendía durante días en campos de kilómetros de longitud y según se dice hasta con 1000 contendientes. La pelota era de madera, piel de ciervo, barro cocido o simplemente una piedra redondeada.

la SipaPor seguir el razonamiento, podemos destacar que en Filipinas se juega un deporte antiquísimo llamado “La Sipa”, que en origen consiste en mover con los pies una pelota hecha de fibra de caña. Hoy se practica con una red separando los campos. Intentar buscar similitudes históricas con el actual fútbol o de cualquier otro tipo mas allá de las meramente formales carece de sentido. Todos los deportes contiene los elementos básicos de la vida. Lanzar, controlar, izar, correr, saltar o nadar están en los genes de la actividad física que. como ya hemos visto, nace de la necesidad de “entrenar para vivir” común a todos los seres humanos. Melchor Guruceaga adaptó una chistera a la mano que se había fracturado en México. Esto ocurrió a finales del siglo XIX, mientras que el Lacross “moderno” era ya practicado hacia el el añ0 1636.

Como vemos, nada que ver.

 

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Written by Juan Manuel Sánchez-VIlloldo

23 septiembre, 2011 at 12:55

Punta Olvido.

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A veces no escribes: Te lo escriben. Lo sabes cuando años después no te reconoces ni en la música ni en la letra. Casi dos décadas después de terminado este cuento tengo la sensación de no saber lo que decía, pero nunca olvidaré lo que quería decir. La tristeza no tiene fecha de caducidad, ¿No lo ves así?
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Las tardes son perezosas junto al mar. El viento se siente indeciso y no sabe muy bien si ha de soplar hacia el mar para descubrir nuevos continentes o hacia tierra para recordar a los hombres que no deben alejarse demasiado de ella. Se alegran las luces de las tabernas y las palabras van sonando más altas. Se encienden los ojos de los amantes y sus corazones laten más claros.
El mar se acerca tranquilo hasta la costa y cuenta a las rocas como ha sido el día. los hombres se acercan hasta el malecón y ponen atentos el oído para ver si hay noticias. Cuando en los caminos se van encogiendo los últimos cánticos, las ventanas poco a poco se van llenando de luz amarilla y de conversaciones. Suenan entonces las confesiones, las risas y las lágrimas y –poco a poco también– las estancias se apagan y con ellas los odios y las pasiones.
En el puerto, los barcos se acunan vacíos de hombres, escuchan al mar llamando a la puerta del rompeolas cuando pide permiso para entrar. A mucha distancia de la costa las ballenas lanzan al aire su suspiro delator cantando amores profundos.
Las tardes son perezosas junto al mar. Las noches son eternas. Unas manos ásperas de una vida cosiendo redes maniobran torpes en una caja de cerillas. Tras un bufido de humo gris el olor a fósforo llenará la estancia de luz. Al instante siguiente una vela contonea su llama a los vaivenes de la ventana abierta. Se encienden otras dos luces. Dos ojos ambarverdinos dejan caer una mirada cansada por la mesa; se apoyan las manos una sobre la otra y un suspiro pone perlas de agua salada en ellos. Tasia lloraba como cada noche desde hace cincuenta años cuando el mar le cobró por ser tan bella. Desde entonces cada día ha añadido una pena a su corazón y una perla más a sus ojos.
El pequeño espejo del joyero que tenía delante le permitió verse. Se soltó el cordón que le ataba el pelo y movió la cabeza coqueta. Una catarata rubia –ya casi blanca– cayó sobre sus hombros y –por un momento– un destello de juventud le devolvió la sonrisa pícara a los labios.
-«¡ Ya no eres la misma, Tasia!…Los años te han vencido» -pensó -.
Recordó cuantos hombres de Punta Olvido lo hubieran dado todo por poder encender un beso en su boca y cuantos lo perdieron todo al no conseguirlo.
Miró distraída por la ventana y vio el Faro de los enamorados. Su luz verde levantaba escamas de color al agua del mar. Por un momento le pareció que algo se agitaba debajo de la superficie pero no se levantó. Unos años atrás hubiera corrido hasta la orilla y extendido su mano, pero sabía de sobra que cuando llegara, el mar le haría burla y hurtaría la imagen con la misma tranquilidad con la que la había creado. La hundiría poco a poco y ella se quedaría allí, con la mano extendida y con lágrimas de desesperación corriendo por su cara.
volvió la vista a la mesa donde había esparcido sus recuerdos. Cada noche tomaba uno y revivía las sensaciones de antaño. Esta vez era una carta. Nunca supo quién se la envió pero por lo ajado del sobre quedaba claro que esa persona se lo había pensado mucho antes de dejarla en el umbral de su casa. No era anónima, pero una tormenta de verano había borrado las últimas palabras y la firma.
Con los ojos brillantes. Tasia comenzó a leer una vez más –ya no sabía cuantas– su primera carta de amor…
«No hubiera merecido la pena vivir si no pudiera haberte visto así.
Llevabas el pelo recogido y la linea de tu cuello bajaba perfecta hasta tu hombro ya oculto por la blusa. Jamás me atreveré a hacerlo, pero siento la necesidad de recorrer ese camino con la punta de los dedos o pasar los labios tan suave como pasa el viento entre las hojas. La luz a tu espalda te lucía como escapada de un sueño y yo me pregunto si merece la pena seguir viviendo al saber que nunca te tendré.
Llueve mientras te escribo. En la ventana salpican a cada instante nuevos ritmos de lluvia. Miro sin querer la vela que ilumina mi mesa y me roba la mirada con la llama. Me parece ver tu cara en el fuego. Me sonríes con ese gesto tuyo que tanto me desconcierta. (Me siento como un cascarón vacío cada vez que no estás…)
He intentado depositar un beso un beso en tus labios con la punta de mis dedos y entonces has vuelto a ser llama, pero no importa. Ese beso vale todos los sufrimientos del mundo. Me he puesto bajo la lluvia y se me alivian las quemaduras de la mano; Pero no las del corazón, así que he llenado mis pulmones de niebla para susurrar mi amor por ti
Si tan sólo me quieres un poco de lo que yo te quiero podemos ser muy felices juntos. En ese caso házmelo saber por que yo no tendré valor suficiente para volver a pedírtelo.
Si no fuera así no te preocupes, que si hasta ahora nadie ha sabido lo que siento por ti nadie lo sabrá jamás…»

Tasia tampoco supo nunca de quién se trataba. La misma lluvia que le inspiró le condenó a su autor al anonimato al borrar su firma.
Levantó la vista y se topó de nuevo con el joyero. Los ojos seguían brillando pero la sonrisa pícara ya no estaba. El espejo le devolvía la imagen de una anciana.
-«¡ Ya no eres la misma Tasia!…Los años te han vencido!»–dijo sollozando–
Lentamente, sus manos tomaron el cordón y recogieron de nuevo el pelo.
Dos lágrimas, ésta vez amargas, corrieron a esconderse en las comisuras de su boca.

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Cada mañana mario se enfrentaba al mar. Siempre en el mismo sitio, siempre en la misma piedra. Cada mañana entornaba los ojos y perdía la vista en el vacío clavándolos en la bocana del puerto como si la vigilara.
mario no hablaba nunca, por eso todo el mundo le llamaba «Mututxu» aunque a el le daba igual . Siempre cumplía con sus obligaciones, nunca era necesario decirle las cosas dos veces.
-«Mututxu!. Dice el Aita que vayas a buscar picadura. Dile a la Tasia que mañana pasa él a pagar . ¡ Y no te entretengas en la grúa ! , que te pones a mirar y se te va la cabeza a pájaros…!
Pero a mario no le hacía falta esa recomendación. Siempre lo hacía todo deprisa, tan rápido como se lo permitía su edad. Entraba a todo correr donde la Tasia y se colgaba del mostrador de formica verde mientras oía los pasos ancianos de la tendera…
– ! Ene Mututxu ! El día menos pensado puerta y todo por delante te vas a llevar…
La Tasia tenía una voz dulce . Como los higos que mario robaba en la despensa cuando los dejaban por la noche a reposar -«Que no se deben comer recién traídos, sino después de una noche en casa»- solía decir su madre. mario nunca comía los higos al día siguiente. Hacia meses que tenia una llave que abría la despensa. La encontró una tarde entre los rieles viejos de la grúa Seguro que no era la llave de la despensa , ; pero la abría ! , y él era la única persona en el mundo que conocía ese hecho . Una vez se preguntó si Dios sabría algo de sus rapacerías nocturnas a la despensa. Fue cuando una noche se comió un cesto de ciruelas y tuvo que pasar todo el día sentado en una bacina. Había veces que pensaba que la llenaba del todo y que cuando se desbordase le reñirían por manchar el suelo .-» ; Mira que no pones cuidado mujer ! «- le oyó decir a su padre cuando llegó a casa después del último aguardiente
.-«A este crío además del habla le falta el entendimiento . otro día en vez de los higos se bebe el petróleo de las lámparas y verás, ¡verás como se nos muere…!
Su Madre jamás llegó a comprender como había quedado abierta la puerta de la despensa. Mario supuso entonces que a Dios no le importaba mucho el asunto de su llave.
La voz de la Tasia le sacó de sus recuerdos.
-«..¡ Y tu Aita . . . que ya vale con los «fiaos» y que aquí se viene con los dineros por delante…Díselo eh!
Y después, la mujer le miraba como pensando…!Pobre Mututxu. Qué va a decir si no puede…!
a muchas millas de la costa el patrón del «Iratxo» veía desde el puente como su embarcación enterraba la proa entre las olas . No había visto a la Lamia -la sirena que dicen los viejos que enseña a los pescadores donde están los bancos de peces- pero su corazón de marinero le decía que ese era el camino: también hay caminos en el mar.
Mario volvía corriendo a casa , entregaba el tabaco y antes de que nadie se diera cuenta estaba sentado en la misma piedra con la vista clavada en la bocana del puerto. Como si la vigilara…

****************

A la Tasia no la llamaba nadie por su nombre . En su presencia todos la decían señora . Para otros era la viuda y para las comadres simplemente «neskazaharra» ; la solterona. Lo cierto es que por definición ninguna de estas formas valía para referirse a la tendera. Nunca se llegó a casar,por lo tanto eso de señora no era cierto: menos aun -y por la misma razón- se la podía llamar viuda . En cuanto a los de soltera…era otra historia.
Los que la conocieron -y aun viven- dicen que era la mujer más bonita que hayan visto jamás . Había un acuerdo silencioso por el que nunca se decía que era la más guapa o la mejor hecha. Siempre que se hablaba de la Tasia se decía sólo eso: ¡ La más bonita! Aun al cabo de los años , si uno se fijaba detenidamente en sus ojos podía llegar a entender un poco de aquella belleza. Tenía unos destellos verde ambarinos que, a la luz tenue de la tienda-taberna, se viraban en suave avellana. Las pocas veces que se la veía sonreír sus ojos se encendían y se reían con ella iluminando hasta los rincones más tenebrosos de las almas de los presentes. Cuando la Tasia sonreía todos callaban: las mujeres, admirando la clase de una mujer que , sin serlo , había ganado el titulo de «señora» . Los hombres , porque en cada uno había un espacio vació enamorado de ella , de sus ojos y de su sonrisa . De una u otra forma todos amaban a la Tasia.
Tuvo un novio . Casi un marido . Pero el mar es celoso y no quiso que una mujer de carne y sangre le robara uno de sus hombres . Hay quien dice que a quien de verdad quería era a ella, pero que el verde de sus ojos era más intenso que el de aquella ola cobarde y, en el último momento, le obligó a cambiar de victima. La encontraron el día anterior a su boda en el puerto. Estaba aterida de frió los cabellos, entonces rubios, colgaban en rizos húmedos ensalitrados dibujando su cara. Estaba sentada con las piernas cruzadas junto al farol verde que ilumina las noches de los enamorados. Asía con tal fuerza el soporte de la luz, que la única diferencia entre sus nudillos y la pintura de este eran las marcas de óxido que asomaban incipientes aunque lo habían pintado poco tiempo atrás
No hace mucho, aun era posible verla prendida del mismo farol con la vista perdida en el agua. A veces murmurando, como si hablara con alguien. Cuando los años no le permitieron llegar hasta allí empezó a sentarse en casa junto a a ventana, con sus ojos color avellana y mar mirando al agua mansa del puerto.
Frente a los ojos de Mario estaba el paseo de la grúa El nunca la llegó a ver, pero por su padre sabía que en otro tiempo hubo allí una máquina enorme, tan grande que la llamaban la grúa Titán. Por lo que a el le habían contado era capaz de mover pesos terribles, tan grandes corno eran los barcos que entonces estibaban a ese lado del puerto. Ahora sólo era un paseo . Un extenso pasillo de casi dos kilómetros de largo y unos tres metros de ancho . Al final una especie de semicírculo rodeaba al faro. A la izquierda y paralelo a este, un paseo con iguales características le acompañaba en su entrada al mar, con la única diferencia de la altura ; el segundo estaría unos dos metros y medio o tres por debajo del primero, unidos de tramo en tramo por unas pequeñas escaleras. A los dos lados de ambos permanecían herrumbrosos , los rieles por los que otrora se deslizara poderosa la grúa; los mismos rieles por los que, buscando, buscando, Mario había encontrado la llave que abría la despensa.
– ¡Ay Mututxu ! , oyó decir a sus espaldas . Todos los niños del pueblo están en la escuela, todos los hombres trabajando, y ¿quienes nos encontramos aquí? Los restos de una grúa , un niño mudo y un viejo tullido…
Mario le miró con una mezcla de indiferencia y afecto . Siempre le había gustado escuchar las historias de la mar del viejo Takolo aunque hoy no le apetecía en absoluto, pero el viejo siguió hablando a pesar de todo
– …no necesitábamos chatarras de esas, dijo señalando la escultura de metal en honor de Lamia,.- Los hombres sabíamos lo que había que hacer y cuando que seguir a la sirena y cuando no. ;Mututxu! los jóvenes no saben que cuando ella no quiere que se la siga lleva a. los barcos a los ojos de
las tormentas… que nunca hay que seguirla en primavera porque va a criar…
Entonces Takolo echaba la vista al cielo, cerraba sus ojos y decía..
-«¿Los viejos vamos muriendo y los jóvenes no quieren aprender…!»
Mario no quería escuchar al viejo , pero no estaba dispuesto a irse . A fin de cuentas el había llegado primero y si alguien sobraba allí esa el pesado de Takolo con sus viejos cuentos . Su vista tropezó con algo brillante . Un anzuelo . A mario no le gustaban los anzuelos . Le traían malos recuerdos. Indirectamente por un anzuelo a el le llamaban «el mudito» .Dos años atrás había ido al puerto con su hermano . «El rubio de los de Etxain» como todos conocían al pequeño de la familia . Cada vez que iba al puerto mario deseaba que entrara un barco. Tenia un reto secreto con los barcos; cuando los veía entrar por la bocana él se situaba en el extremo del paseo de la grúa y a la vez que la proa de la embarcación ocultaba a su vista la última baliza, Mario salia corriendo desbocadamente hacia el final del paseo : si el llegaba al faro antes que el barco , él ganaba . Jamás lo había conseguido . la vez que más se acerco el barco iba ya por la mitad.
Aquel día vio acercarse al «Iratxo», deslizándose suave y majestuoso por el mar y, lo que era más importante; despacio. No lo pudo evitar. sentó al Rubio en un cesto y , tras decirle escuetamente «no te muevas hasta que yo vuelva» se colocó en el principio del paseo . Cuando la proa del barco alcanzó el punto deseado, Mario salió corriendo con todo el corazón de un niño de nueve años. Bajo la suela de sus zapatos notaba cada una de las irregularidades del terreno . En sus oídos el viento que silbaba agudo competía con los latidos de su corazón; el pelo flotando en el aire. Por un instante parecía que lo iba a lograr, que el esperaría jadeante la llegada del Iratxo saludándole desde al faro y que la embarcación contestaría haciendo sonar su sirena. .pero le faltaron más de veinte metros para «ganar al barco» .
Cuando volvió a por el Rubio ya no estaba. Lo habían llevado a casa llorando desconsoladamente agarrándose las tripas con sus manitas regordetas . Se había tragado un anzuelo . Mario pasó el resto del día sentado en el suelo frente a la puerta del cuarto de sus padres. Dentro el Rubio vomitaba la última sangre que le quedaba en el cuerpo . Murió esa misma noche. Un minuto después, su. padre fue a buscarlo a su cuarto. Cerró la puerta , se quitó el cinturón y le estuvo golpeando con el durante más de una hora. Desde ese día Mario era Mututxu. No volvió a hablar.
El grito de una gaviota le hizo percatarse de que Takolo ya no estaba. Seguramente estaría gastándose unas perras en la taberna, contándole a alguien como pecaban en su juventud Mientras, en el mar; el patrón del Iratxo no pudo evitar una ola le arrancara de cuajo una amura. Estaban heridos de muerte…
La mañana despertó triste, como los amantes al despertar en una cama vacía. El cielo gris hacía la atmósfera tan densa que ni el olor del mar llegaba al pueblo. Hoy se cumplían los dos años exactos de la muerte de su hermano , Su padre no le había mirado en todo el día . Mario tenía que ir a casa a cambiarse de ropa para la misa de segundo aniversario . Una sirena lejana le llamó la atención . El Iratxo entrando a puerto . ¡ Exactamente igual que hacia dos años ! . ¡Esta vez lo iba a lograr ! Mientras corría notaba bajo la suela de sus zapatos las mismas irregularidades de entonces. En sus oídos el viento que silbaba agudo no podía acallar los latidos de su corazón; el pelo flotando en el aire… ¡Esta vez lo conseguiría ! apretó más el ritmo . tan sólo cinco metros y «habría ganado al barco» . . dos metros ¡ era suyo ! Cuando el cuerpo de mario toco la barandilla del faro al Iratxo aun le faltaba un metro.
Pero Mario no pudo parar . Su cuerpo menudo volteó por encima de la barandilla y cayo desmadejado al agua del puerto . Y como si se hubieran puesto de acuerdo , en el mismo instante en el que Mututxu se hundía definitivamente el Iratxo se partió en dos hundiéndose a su vez con la dignidad con la que se hunden los barcos viejos…
Se pudo salvar a toda la tripulación. Nunca encontraron a Mario. Esa noche , por primera vez en mucho años la Tasia volvió al puerto . Se agarró, como entonces , a la barra del farol de los enamorados y dijo muy bajito, casi murmurando.-
– ¡Mututxu!, si le ves…;dile que le quiero…!

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¡Qué triste Tasia!. Siempre te preguntarás porqué te enamoraste del hombre equivocado. Pero así estaba hecho tu corazón de arena de mar y te dejaste engañar por el canto de las caracolas. Cuando fuiste el primer día, casi una niña, a coser redes al puerto supiste que entre todos los hombres que te miraban dos de ellos morirían por ti. Que uno te tendría para toda la vida y que el otro jamás te daría razón de sus sentimientos. ¡Pero eras tan joven!…
Tasia nunca miraba de frente. No había maldad en su mirada; tan solo belleza. Siempre inclinaba la cabeza a un lado para ver por el ángulo de sus ojos y en ese gesto los fluidos del amor se le escapaban por los cuatro costados. Cuando se movía para mirar a alguien los músculos del cuello se le tensaban suavemente debajo de la piel y le obligaba a uno a pensar como terminarían más allá de la apertura de su escote.
El día era soleado. Algunos niños saltaban desde las escaleras al agua, cada vez un peldaño más arriba. Cuando los cuerpos rompían la piel del mar dejaban una estela de espuma en su interior antes de salir unos instantes después con el pelo pegado a la cara.
Tasia había ido a la playa. Le gustaba escaparse cuando el viento soplaba hacia tierra. Descalza, con los brazos abiertos corría , casi sin tocarla, sobre la arena dejando que su pelo la siguiera haciendo trenzas turbulentas en el aire. Corría hasta casi agotarse, hasta que sus pulmones decían basta y sus piernas reclamaban un descanso. En su cabeza sentía una sensación de mareo que la hacía sentirse bien, como embriagada. Se sentaba entonces en la arena y abrazaba sus piernas. Con la frente apoyada en ellas se dedicaba unos minutos a fantasear. Imaginaba que alguien se acercaba a su espalda y ponía las manos sobre sus hombros. Unas manos cálidas y secas que con una levísima presión le hicieran sentir un escalofrío y que después, poco a poco, un aliento amenazaría con incendiar su pelo y unos labios como alas de mariposa sobrevolarían su piel para detenerse en ese punto exacto entre el cuello y el hombro donde al más mínimo contacto se responde con un gemido. Sin apartar los labios ni un momento, la punta de la lengua recogería caprichosa la sal que el viento le había pegado a la piel.
Tasia nunca podía darse la vuelta para conocer al dueño de la caricia. Con el último escalofrío se desvanecían las sensaciones quedando tan solo el regusto marinado de un sueño bonito. El mar cariñoso, la despertaba entonces jugando niño con el agua entre los dedos de sus pies y al marcharse borraba con la marea las huellas de una carrera de pies pequeños que una mujer joven, casi una niña, había tendido sobre la arena. Casi con la misma facilidad con la que ella sin querer rompía los corazones.
Los años le enseñarían después que los errores de amor tienen un precio muy caro; que por las venas de hombres y mujeres no corre agua marina y que el odio es un punto vacío que destruye todo lo que toca alrededor, al igual que el ojo de las tormentas siempre está en calma mientras hunde los barcos y destruye las costas. Cuantas veces al cabo de los años miraría al mar diciendo con rabia «¡ Trágatelo, que no vuelva !», y su madre se haría de cruces al escucharla «¡ Tasia por favor! ¡No vuelvas a decir eso jamás !». Aunque al paso del tiempo solamente sacudiera la cabeza despacio y después depositara un beso en el pelo de su hija.
Dos hombres miraron ese día a Tasia. En uno se encendió el deseo y en el otro el amor, y como los dos supieron quien ganaría y quien no, en el ánimo de ambos nació el odio.
Las cajas del pescado corrían de mano en mano a la lonja para la subasta. La fabrica de hielo dejaba caer cristales de agua dura en los barcos en cuyas cubiertas se acomodaban las presas del día. los hombres iban y venían en el último trajín, lavando las redes con agua dulce, tendiéndolas a secar al Sol, baldeando las cubiertas de los barcos con el cigarrillo milagrosamente suspendido de la comisura de los labios.
-¡ A ver, vosotros! ¿Es que pensáis pasar toda la mañana agarrados a la caja o qué?
Takolo respingó y soltó la caja
-¡ Que ya va, hombre! ¡Ni a las chavalas se puede mirar !
– A esa tu, no -dijo una voz frente a el-
Takolo no respondió. Cogió la siguiente caja y sintió como se le encogía algo dentro del pecho. Durante todo el día le dio la impresión de que no le entraba aire suficiente en los pulmones. A veces suspiraba profundamente y conseguía así unos segundos de paz, pero al instante siguiente sentía de nuevo el abrazo de la angustia y los ojos se le llenaban de lágrimas. En otras ocasiones largos bostezos le servían para vaciarse casi del todo, pero el alivio era sólo momentáneo y leve como el último aliento de un moribundo.
-¿No vas hoy a la taberna Takolo?
– No, Madre. No me apetece.
Cada vez odiaba más a su rival. No comprendía como el daría la vida por un beso, mientras que aquel que la tenía, la abandonaba por una jarra de txakolí, por una apuesta o por otra mujer.
-» Tienes que ir a la taberna Takolo, que los hombres en casa acabáis oliendo como las faldas de la madre y a lo que tenéis que oler es a tabaco, a aguardiente y a mujeres…»
Pero se quedaba en casa y bebía y bebía hasta que el sueño le borraba las nauseas. Se despertaba agitado, sintiendo como el sudor le caía por el cuello y con la sensación de que tenía la saliva de estopa. Cuando soñaba con ella intentaba por todos los medios recordar hasta el último detalle, la más ínfima sensación…y en la duermevela del alcohol, en el crepúsculo de la conciencia, luchaba por prolongar los sueños más allá del alba.
Soñaba que vivía con ella, pero no como matrimonio sino simplemente para protegerla. En su delirio veía una casa muy alta, con muchos pisos. Ella atendía la taberna abajo y en el ático el recogía nieve de los alerones del tejado y hacía muñecos. Cuando se deshacían cogía nieve de nuevo y los hacía otra vez, sólo deteniéndose para bajar de vez en cuando a ver si ella estaba bien. Y Tasia le miraba con ese gesto de alegría inmensa que produce ver a alguien a quien queremos muchísimo y con quien no nos cansariamos de estar nunca…El pobre Takolo no sabía que la enfermedad que padecía se llamaba amor.
Una mañana estaba Takolo calafateando su barca. Cuando no tenía que salir con el patrón le gustaba salir con su pequeña embarcación, lo justo para un par de personas, y sentirse a solas con el mar. Con cuidado iba introduciendo con ayuda de un punzón y un martillo las hebras de estopa entre las maderas del casco, buscando y eliminando las posibilidades de que entrara agua por las juntas. Una voz desde lo alto de la grada le hizo levantar las cabeza.
-! Oye bien Takolo, que sólo hablo una vez! ¡ Yo sé lo que te piensas y que no tienes agallas para hacerlo, pero por si se te ocurriera te dejo avisao. Los hombres no pueden ser amigos de las mujeres. Cuando se juntan es pa’ algo y aunque tu seas un manso no quiero ser yo el que te cape. Me he enterao de que fuiste con
la Tasia a las fiestas del Valle. Te dejo avisao Takolo, como vuelva a saber que la rondas te abro la barriga…Me caso con la Tasia ; si te veo con ella..¡ Mala cosa!…
Takolo sintió el segundo encogimiento en su pecho, pero esta vez la sensación se le quedó para toda la vida. Nunca se citó de nuevo con Tasia. volvió a entrar en la taberna porque era el único lugar en el que podía verla sin temor a nada. Pedía un aguardiente tras otro y pasaba horas mirando el borde del vaso. Tasia no se llegó a casar, pero a Takolo le quedó tanto miedo que en las pocas ocasiones en las que aun soñaba con ella aparecía «el» señalandole con el dedo y diciendo «¡Mala cosa…!»
***********************

Takolo nunca fue feliz, pero los años le habían dejado en herencia ese tinte neutro que hace que un hombre tenga la misma cara cuando ríe que cuando llora.
la vida le había tratado de cualquier manera, como se trata a lo que sólo se quiere para un rato…para un relleno.
Conoció el amor, pero lo hizo tarde. Tan tarde que ya se había casado con otra. No es que se enamorara en un momento determinado de otra mujer; es que se dio cuenta de repente de que siempre había estado enamorado de ella y , entonces, los siete años de vacío se le cayeron encima; pegajosos, como la niebla que baja del monte en las noches de febrero. Se dio cuenta cuando al pensar en ella arrastraba su pena por todos los rincones, cuando su piel se volvió transparente como las escamas de un pez, cuando bebía mares de aguardiente que le llenaban por fuera y le vaciaban por dentro, cuando los ojos se le hundieron en el cráneo como si ya no quisieran ver más.
– ¡Son las luces,Takolo!» – se decía en los ratos en que era dueño de su lengua- Las malditas luces que no me dejan vivir en paz. ¡Ya lo sabía yo cuando la vi venir hace siete años a coser redes!. no tenía ni hechuras…¡casi una niña!
En ese momento levantaba su vaso y con un gesto perfecto dejaba correr un río de aguardiente hasta el centro de sus tripas y murmuraba misterioso,
-«…pero debí darle la mano…¡maldita sea mi vida!…»
Una vez fue con ella a las fiestas de la Patrona del Valle -¡»oye que no voy a ir solo!», y al final de la noche las palabras les llevaron al abrazo, nada más.
«-…que tu tienes novio y yo ya estoy «casao» ¿eh?…»
pero en la soledad del camino de vuelta le pidió permiso para cogerla de la mano y ella accedió. desde esa noche las luces no dejaron vivir a Takolo. Se encendían a su alrededor cada vez que algo se la recordaba: un perfume, una sensación, un pequeño pellizquito en el corazón…»son las luces Takolo»…(…¡te echo tanto de menos!…)…»¡las malditas luces Takolo!»…(…¿porqué no estás siempre conmigo?…)…¡las luces!… Y después añadía en un murmullo quejicoso…
-«…pero debí darle la mano…¡maldita sea mi alma!…!”
Hizo un alto en el camino para recordarla quizás por última vez. Los vapores del alcohol le adormecieron unos instantes. Soñó lo que ya nunca ocurriría.
Se imaginó que terminaba de subir un escalofrío por su espalda, como un rayo de tormenta . Estuvo a punto de enfadarse con su cuerpo: no le parecía justó que en ese momento su cuerpo se mostrara tan humano , tan capaz de reaccionar a un impulso de algo que no nacía de sus sentimientos . Lentamente abrió sus ojos , y con ellos una parte de su consciencia fue situándose de nuevo en la realidad. Una realidad que no se encontraba en la práctica tan lejos de el ensueño de unos minutos atrás. Sin llegar a abrir del todos sus ojos había descubierto la causa de ese inoportuno escalofrío. Una ráfaga de aire. ¿Aire?…No. En realidad no. No era justo comparar ese aire con el que se cuela por debajo de las puertas de la tabernas, o con el que golpeaba su nariz cuando entraba en un sitio cerrado lleno de gente. Era un aire distinto, inteligente, dirigido. Era un aire que había surgido del capricho del movimiento del mundo , de la rotación de los planetas . Era un aire de los que llegan hasta uno con el olor a sal justo . Un aire que tenía guantes de seda para poder subir por su espalda con el cariño de la mano de una amante , con labios de brisa para rozar con pasión su cara . Le había alcanzado por la parte del cuello que daba pie al nacimiento de su mentón y desde allí , como si fuera su legitimo derecho, había trepado trabajosamente por sus pómulos, por detrás de sus orejas para perderse finalmente entre su pelo en dirección al infinito. A el mismo le costaba entenderlo, pero si alguien le preguntara contestaría al momento que era un aire de color verde oscuro .
Con los ojos abiertos del todo detuvo su vista en los detalles de lo que se extendía frente a el . La verdad , no mucho . Una pequeña explanada de cemento , apenas un par de metros , le separaban de un mar tranquilo, doméstico, como es el mar cuando se le pone en la cárcel de un puerto . Casi era vergonzoso para un pescador ver como el orgulloso mar se dejaba mecer mimoso por el suene arrullo del viento, moviéndose lo justo para romper el reflejo de las luces que, ignorándolo todo, se empeñaban en la inútil tarea de hacer de su superficie un espejo . A su izquierda, una luz de forma absurda para los no iniciados, derramaba sobre tierra y mar una luz verde. Como una esmeralda ensoñada que teñía de matices casi espectrales toda la escena. A su espalda, un pequeño murete le servia de respaldo, frío cemento confortable .
Con un suspiro dejó caer su cabeza ligeramente a la derecha, con tanta suavidad como pudo poner en el gesto para no incomodar a aquella otra cabecita que había elegido su hombro para reposar. Para cualquiera que viera la escena desde fuera, no iba más allá de una pareja de enamorados, ella apoyada en su hombro y las manos entrelazadas . Para el era mucho más. Tan sólo fijándose uno mucho podía ver como las manos de ella pasaban suavemente , una y otra vez , tan solo con la punta de los dedos , por el reverso de las de el . Como si temiera que un contacto más fuerte causara un mal irreparable . Si aun nos fijáramos más , veríamos como en cada uno de esos contactos salían unas chispitas de algo que las personas sienten pero desconocen: Tal vez amor. De vez en cuando, obedeciendo a una orden de origen desconocido las dos cabezas se incorporaban a la vez , con esa sensación por parte de uno de que es el otro el que le mira primero . Entonces los ojos se enfrentaban : los azules de el se perdían en las pupilas de los de ella que con su verde color brisa anulaban la luz del farol . Y hablaban . No ellos , sino sus ojos . Los de ella decían apasionadamente que no podia decir más ; que estaba vibrando en todos y cada uno de los planos en los que una mujer puede existir…los de el que en su interior escribía cada segundo un epitafio nuevo para una vida vieja, sin tiempo a leerlos todos.
…Y como si también quisiera decir algo, el mar le enviaba un nuevo escalofrío de aire verde oscuro que los tensaba como la cadena de un ancla , apretando sus cuerpos un poco más y disparando al aire una miriada de chispas de inconfundible fundamento. Las bocas alcanzaban ese estado en el que se buscan sin moverse un milímetro , como tomando fuerza para el encuentro que no ha de tardar…pero en ese momento uno de los dos baja la cabeza . Ella recuesta la suya sobre el hombro de el y el deja que su espalda vuelva al cemento, a la espera de que el mar le despierte con un nuevo escalofrío…
Takolo abrió los ojos y ordenó a sus pies que le llevaran a la taberna.

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Takolo tuvo un hijo, pero quizás porque no fue un hijo del amor nació un chiquillo con carita de pez, que con los años se encorvó y secó como un tronco de vid. la única razón por la que le respetaban -más bien le temían- eran sus ojos. Tenía en su cuerpo todas las estrellas de los navegantes y se le escapaban por la mirada. En el fondo dejaban ver una felicidad que nadie conocía.
Al hijo de Takolo todos le llamaban «Lumbreras» porque todo su conocimiento llegaba hasta mal vestirse con los pantalones llenos de remiendos y las camisas desgastadas que retiraba su padre.. Sólo en una ocasión se vistió bien. En realidad le vistieron bien. Ese día le pusieron un pantalón largo de lana y una camisa blanca «de popelina» abotonada hasta arriba; y un abrigo, porque era final de Febrero y el mar afilaba el viento en el horizonte. Ese día la Tasia – la mujer de la que tanto hablaba su padre cuando bebía – peinó y repeinó su pelo negro hasta conseguir algo similar a una raya y un flequillo, y después, le puso unas gotas de agua de colonia con un fuerte olor a violetas. A Lumbreras le picaba todo: la cabeza, con aquel va-y-viene del peine de carey (que había costado no-se-cuanto, pero hacía mucho) y las piernas, con aquellos pantalones que raspaban como la piel de un marrajo. Luego la Tasia le llevó con Takolo,que lo cogió de la mano y le llevó a la Iglesia.
Lumbreras nunca supo que ese era el funeral de su madre.
Takolo no hizo velorio ni nada parecido. esa noche acudió a la tienda/taberna para gastar hasta el ultimo real en licor. Caminaba como si cada cosa que veía fuera la última de su vida. Llevaba en el bolsillo los cincuenta duros del cepillo de la misa de la difunta. era costumbre dárselo al cónyuge y que este lo dejara en misas, pero Takolo ya se sentía en paz con Dios. Sólo le faltaban los hombres. Con la camisa desabrochada y un vaso en la mano, hablaba con una serenidad desconocida en el.
-«Sabía que ni la quería y no le importaba. No se ha muerto. ¡Se ha ido! Bien supo lo que yo me andaba pensando y bien que lo calló. ¡Y contenta tiene que estar que
no me fuera yo antes, que ni dinero ni de donde sacarlo la iba a dejar! ¡Pon aquí
otro vaso Tasia, que eso me llevo hoy puesto!»
Hizo un pausa como para coger fuerzas y continuó.
-«…mírame bien, que cuando salga por esa puerta no me ves más;que esta noche me voy «parriba»…¡ o «pabajo» si allí no me quieren…! y no me mires con esa cara de demonio que ya sé que tu me guardas el secreto. Verás -dijo mirando fijamente al borde del vaso- Cuando un hombre casa mal como yo…¿qué le queda? yo te digo ¡Todo lo malo de estar «casao»! …Ni mirar a otra mujer, ni desearla…sólo mala vida pa´ la de casa.. y ahora ¡ni eso!… y si encima le habías puesto la vista a otra antes peor que peor…»
Se levantó de golpe y agarró con fuerza la mano de Tasia.
«…y yo siempre te he querido a ti, y como hoy me voy te lo puedo decir ¡y bien alto, para que todo el mundo lo oiga!.. y que no te culpes, que tu no eres razón para marchar, sino para quedarme, que por ti no es.»
Y soltando de golpe a la Tasia abandonó la taberna. En la lejanía oyó como el mar poderoso le reclamaba, mientras el salitre borraba el recuerdo del perfume de aquella mujer de ojos de verdeambarinos. Se llevó la mano a la nariz y el olor le emborrachó aun más que todo lo que había bebido ese noche. Pensó en cuantas noches en blanco hubiera querido encontrar esa esencia en su almohada, en cada centímetro de su piel, y de como la rabia le había cegado aquella noche cuando oculto entre las rocas la vio en brazos de su rival y de como se alegró cuando el mar, asustándose al verse reflejado en los ojos de ella, se lo llevó hasta los más profundo de sus entrañas.
Takolo enfiló el camino del faro. A fin de cuentas no era más que una noche cualquiera.
Hacía tantos años que recorría el camino con el mismo pensamiento en mente que podría reconocer cada metro del paseo con una venda en los ojos. Eligió el camino de abajo, el que daba al puerto interior. Un golpe de mar y gasóleo le dio la bienvenida. Olor a puerto que dibuja un arco iris en cada reflejo. Al lado alto una ola se estrello contra el malecón.
-«Todavía no…» -dijo al mar para sus adentros- «Espera un poco más..»
El viento le trajo la charla de los pescadores de caña. Un poco más adelante la risa de una chica subía y bajaba en escaleras de cristal. El mar le tentaba con todo su abanico de engaños. arrancaba arena de las rocas, olor a algas, marisco, a cuerda mojada, a pescado…En el infinito el grito de una gaviota.
A cada paso abría atentamente sus oídos, por si la noche delataba unos pasos a su espalda. Unos pasos menudos de zapato bajo, de pie pequeño, de amor grande. Unos pasos tras los cuales una voz dijera su nombre y susurrara un «te quiero», lo justo para volver la cabeza y fundirse en un abrazo. pero la noche sólo traía risas de chicas apurando el tiempo.
Levantó la mirada del raíl de la grúa y se paró un instante. Una ola se subió por las rocas y se dejó caer por ellas como por un tobogán. Por un instante Takolo recordó como en su infancia el hacía lo mismo en las escaleras de la iglesia. «Como rompas los pantalones mañana vas a la escuela con el culo al aire», le decía siempre su madre, «¡Ya verás como se van a reír de ti!» Mientras los padres hablaban Takolo y sus amigos se deslizaban una y otra vez por las piedras, empujándose por llegar el primero y bajar más veces que los demás.
Se pasó la lengua por los labios y sintió la sal. unas gotas de agua le llegaron como alfileres a la cara. Contra la luz se recortaron agrandadas las siluetas de dos personas. Una de hombro pequeño y formas redondeadas, la otra de cuello poderoso y cintura enjuta. La primera terminada en una voz de coral, la otra en la luciérnaga roja de un cigarrillo. Una diciendo las últimas palabras de amor del día, la otra escuchándolas entre volutas de humo.
Takolo no quería volver la cabeza. Nadie le seguía.
Al fondo el faro entonaba su canto de luz. Cuatro destellos perezosos. Silencio. Unos latidos de corazón. Cuatro destellos más. Silencio de nuevo. A la derecha la luz blanca hablaba sola. A la izquierda la verde la ignoraba. En el petril alguien había grabado unos nombres en la piedra. Tan solo un trazo parecido a una ese quedaba de lo que debió ser un gran amor. Tal vez el nombre de alguno de los dos empezaba por ese o tal vez fuera el mes de Mayo o Junio. el mar lo había borrado.
Del otro lado las luces salían de las estancias. Takolo tuvo la impresión de que nada de lo que veía era cierto. En aquellas casas tras aquellas ventanas había habitaciones. Si uno entraba en ellas vería los muebles. Podría abrir los cajones y encontrar en ellos ropa, libros, cartas de amor…Habría macetas en las ventanas y geranios de color rojo en ellas. En el fogón un puchero con los restos de algo suculento, una jarra con vino, una cantina con leche.
Cuando llegara el invierno y el viento del mar se llevara alguna teja y la lluvia buscara cobijo junto a la lumbre, una palangana recibiría con sonido metálico cada gota polizona. Una palangana de hierro esmaltada en blanco. Con un borde azul seguramente descascarillado en algún punto. En la chapa de la cocina herviría el vino que cura todos los catarros y las contraventanas pintadas de verde cuidarían los cristales. En algún lugar una mesa camilla guardaría un brasero y, sobre ella, una gafas redondas descansarían entre las paginas de un libro. después, una a una se apagarían todas las luces, se abrirían níveos embozos y suspiros amantes llenarían la noche. En la cocina, quedarían centinelas los zapatos húmedos secándose al son de la luz roja del hogar.
Por la mañana una explosión abriría todas las ventanas de la casa, los zapatos recorrerían brillantes la madera de los pasillos. Botas pesadas, zapatos de colegial, piel engrasada, terciopelo negro tal vez. Se asomarían las sábanas por los balcones librándose en el aire fresco de los fluidos del amor oscuro y de las palabras susurradas. De todos los
» te quiero » dichos. Unos al oído; otros al corazón. Olor a café, a prisa. A mañana. A escobas que recorren los pasillos y los rincones cantando » ris-rás-ris-rás-ris-rás «. Las arañas cerrarán sus ocho ojos esperando la tranquilidad de la tarde.
Cuando el Sol se recueste perezoso en el regazo del mar, se cerrará un libro atrapando en sus páginas una flor. Y se oirá un lamento tan volatil que alguien en el puerto volverá la cabeza hacia esa luz y pensará que en esas casas, tras esas ventanas, hay habitaciones, muebles, ropa, libros y cartas de amor, pero nunca personas.
Takolo se sentó con las espalda contra la pared y sacó un botella envuelta en papel azul. la descorchó y arrojó el tapón entre las embarcaciones que cabeceaban en el puerto como dando su consentimiento a lo que veían.
-«¡Va por ti!» – dijo con ojos encendidos como carbones mientras casi la vaciaba.
Dejó la botella a un lado y del otro bolsillo sacó dos hojas de papel, dos holandesas que desplegó y en las que tras unos momento de duda comenzó a escribir:
«Entre los barrotes de mi celda se abre un paisaje magnífico. Mis ojos nunca llegarán a abarcar lo bastante como para que algún día me canse de contemplarlo. Aunque no puedo tenerte me consuelo colocando tu recuerdo en cada uno de sus rincones…»
Llenó una hoja entera y la mitad de la otra. Y habló de los besos que nunca se atrevió a darle, de su figura recortada en la hierba, del plumier y el compás que nunca tuvo, de su habitación y su cama…Escribió hasta que los vapores del alcohol le vencieron y le encerraron en un sueño nervioso, lleno de puertas que se abrían y cerraban mientras una voz decía una y otra vez;
«Has dejado una puerta abierta Takolo…»
Cuando despertó las botella estaba volcada y vacía. las dos holandesas habían desaparecido. Seguramente el viento cariñoso y bromista se las había arrancado de las manos. Daba igual. Nunca hubieran llegado su destino. Se levantó y con voz empañada dijo:
-«¡Ahora voy, mar!»
Subió al faro. Recortó su sombra contra el infinito y con todo el aire que le quedaba en los pulmones gritó…como una ballena herida de muerte.
En el fondo le quedaba un temor. El de sentir miedo en el último momento. Recordaba aquella sensación de libertad, el dulce sabor de lo prohibido en sus encuentros inocentes. ¿sabía ella lo que el sentía?. ¡Tenía que saberlo! Se lo había dicho sin palabras tantas veces… de tantas maneras diferentes. (si al otro lado sólo encuentro el vacío más terco ¿qué será de mi amor por tí?).
Tal vez las sensaciones, los sentimientos, queden flotando en el aire para que otros los recojan, pero, ¿ocurrirá los mismo con las pasiones no confesadas?. Vagarían por el aire los roces pulidos de la piel de sus manos, los alientos cruzados como pórtico de un beso que nunca nació. Pero… ¿y el beso?. Volarían las miradas viajeras entre los ojos y los labios, las dobles palabras medio en serio medio en broma…pero …¿y el deseo?. Miedo. esa era la palabra. El miedo más antiguo a que no quedara nada de un amor que le conducía a la muerte. Aun podía esperar a que una mano en su espalda le dijera «espera…estoy aquí». Pero un eterno segundo le dijo bien claro que no hay lugar en el mundo para los que se enamoran a destiempo.
Gritó de nuevo. El estertor del último hombre enamorado vivo.
En los pocos segundos que duró su viaje aun le dio tiempo de ver por última vez la cara de aquel hombre que entre la espuma de la galerna le pedía ayuda…
«¡Takolo, no dejes morir a tu hermano! ¡Takolo ayúdame, que me escurro …!
Pero a Takolo sólo se le ocurrieron dos palabras
-«¡ Mala cosa…!»
…en los pocos centímetros que le quedaban para el final de su viaje, a Takolo aun le dio tiempo a ver las luces por última vez y a pensar…
-«Debí darle la mano..¡maldita sea!…

***************

No hay primavera en el mar. No para un desconocido. El mar sólo enseña sus coqueterías de mujer a los amigos de siempre, a los que se empeñan en hurgar con redes en sus heridas. no hay campas con flores ni caminos empedrados en los que se respira paz. El mar se sienta en las rodillas de los hombres y les pasa los brazos por detrás del cuello y les susurra con aliento cálido historias maravillosas y cuentos de puertos lejanos. Les habla de los amores dulces de la tierra donde siempre hay sol, de los frutos tan inimaginables que nadie se molesta en prohibirlos que están detrás de cada horizonte. Y si el hombre cierra los ojos tal vez lo haga antes de ver como en su vientre de sal se agita la bestia que nunca duerme, de como el aliento se torna de cálido en húmedo y, entonces, una mano de agua verde le abraza hasta el último suspiro… No hay primavera en el mar: sólo crepúsculo y duermevela.
Cuando uno llega a puerto todo parece irreal, como densa es la niebla hasta que entramos en ella y se difumina a nuestro alrededor. El faro parece un juguete..Las calles, las casas, la luz de la taberna… parece que el mundo se enfrió y cuajó en esa forma; nada fue creado. Detrás del marco de luz de cada ventana se recortan las sombras de la vida cotidiana y un golpe algodonado nos baña de tierra y nos recuerda que el hombre está hecho de barro y que demasiado tiempo alejado de el le reblandece y deforma.
Por la mañana un niño baja por los empedrados del puerto…
-«¡La Niña Aurora!…Hoy sale la Niña Aurora!»…
…Y los marineros de esa embarcación se llenan por última vez los pulmones del aire de su casa…
-…»¡los de la Niña Aurora!»…
…mientras apuran el tazón de leche que la madre se había levantado a calentar…
-…»¡la Niña Aurora, a la mar!»..
…o besan a su mujer y a sus hijos.
después se encontrarán en el muelle, embarcarán y harán como que trabajan hasta que el puerto se pierda en el horizonte. Fingirán estar muy ocupados para no volver la vista atrás…
La escuela del puerto es como todas las escuelas, vieja por fuera y aun más vieja por dentro. Tiene un zócalo azul que te llega hasta el pecho (si tienes diez años) y un montón de pupitres de madera tan viejos como la escuela. Encima de la pizarra hay un Crucifijo, un calendario zaragozano y muchas telarañas, y en la mesa de don Cándido una regla de madera, una Biblia y una bola del mundo .
-«antes daba vueltas, pero desde que se le cayó al Lumbreras…»
Había sido la escuela de los padres como lo era ahora de los hijos. Cuando lo fuera de los nietos la única diferencia sería el año el calendario. La bola seguiría sin dar vueltas.
-«¡ A ver!, que alguien despierte a Fernando «-interrumpió su clase don Cándido-
» Con mucha delicadeza, que al que duerme hay que dejarle volver con calma al mundo de los mortales para que no se muera del susto…¡Ah!..bienvenido señor Fernando. Espero que al menos su sueño haya servido para dejar escapar alguna de las gaviotas que anidan en su cabezota. Vamos a ver ¿Me dice de qué estaba yo hablando?…»
Fernando estaba rojo como las agallas de un pez. En su cabeza sólo recordaba un camino lleno de piedras brillantes, transparentes como el ámbar que a veces aparecía en la orilla de la playa de atrás.
-«…Yo…verá Don Cándido…es que…yo….yo,,,
Fernando buscaba entre sus compañeros una pista, una señal, la manera de escapar del castigo, pero sólo encontró la sonrisa raposa del Judas, el hijo del engrasador -«!Ya me las pagarás .ya!» le había dicho el día que Fernando soltó unos jilgueros a los que Judas le quería sacar los ojos con un alambre
-«me ha dicho mi padre que así cantan más…»
Era cierto. Pero a Fernando se le había encogido el corazón cuando vio a aquellas tres bolitas de plumas encerradas en una caja de puros. Tanto que no le dolió la paliza que Judas y sus amigos le dieron al día siguiente cuando descubrieron su acción.
Fue Lumbreras el que le ayudó a levantarse y a lavarse la cara del barro en el que le habían dejado. Fernando estaba llorando acongojado mientras un hilo de sangre salía del agujero derecho de su nariz. Lumbreras se acercó despacio, como aquel que está descubriendo algo y que no se fia demasiado de lo va a encontrar. Lentamente le tendió una mano mientras que con la otra rebuscaba en el bolsillo de su pantalón. Cuando la sacó, llevaba en ella un pañuelo blanco, arrugado pero limpio. El agua de sus ojos pareció más clara que nunca cuando con infinito cuidado quitó la sangre de la cara de Fernando. Un jilguero cantaba en la rama de un árbol cercano…

La Niña Aurora era muy querida en Punta Olvido. Cuando regresaba a puerto cargada hasta los topes de pescado haciendo sonar su sirena todo el pueblo sabía que el mundo seguía girando. Seguiría girando mientras existiera la Niña Aurora y su sirena alegre.
En la pequeña cabina del puente el patrón tenía clavada la vista en el mar. Ya era de noche y un viento suave empujaba a la embarcación con la suavidad con la que se ciñe
el talle de la mujer amada. La Niña Aurora navegaba feliz. Daba pequeños saltitos sobre las apenas incipientes olas y se dibujaba juguetona dos finos bigotes blancos de espuma en la proa. No le importaba su posición. No sabía nada de estrellas, de nortes o de faros. Cada día el mar era un nuevo amante al que conquistar, al que vencer, y ella sabia perfectamente como se enamora al mar. Se tumbaba coqueta en sus olas o se deslizaba desvergonzada sin dejarse sentir, dejando al mar confundido, como los hombres después del primer beso. Cuando el mar creía haber encontrado el amor de su vida, la Niña Aurora se desmayaba en los brazos amantes del puerto, su legitimo esposo, y el mar se quedaba fuera, golpeando furioso con sus puños de espuma en las rocas del rompeolas. Pero esa noche, el mar no estaba dispuesto a dejarse engañar y había confundido los caminos de la Niña Aurora. Por eso, en la pequeña cabina del puente, el patrón, tenía la vista clavada en el mar…
El piloto buscaba algún indicio en el cielo, una estrella cualquiera. que le permitiera tener una idea de dónde se encontraban y a dónde se dirigían. Pero el cielo estaba en complicidad con el mar y –como buen amigo de este– no dejaría escapar fácilmente a su presa. Prestando mucha atención uno se daba cuenta de que no había ruidos en el mar. Sólo los crujidos de las entrañas de la Niña Aurora cuando acomodaba su cuerpo al agua. No cantaban las bestias marinas. No se oía en la lejanía el canto de una ballena ni la sirena de niebla de un faro. No se veían las luces de un barco. No había caminos de aguas blancas. En la cubierta algunos marineros olfateaban el aire para después sacudir la cabeza consternados. Nada. El vacío más absoluto. El mar profundo y callado.
Un golpe de luz les iluminó un instante lavándolas la expresión. ¡Un rayo!. Los cuerpos de los marineros comenzaron a salir de su letargo. Ya no hacía falta hablar, cada uno sabía perfectamente lo que tenía que hacer. El mar también despertó. Primero una brisa suave acompañó el no muy lejano retumbar del trueno. Un poco después, la superficie del mar se fue recogiendo alrededor del casco de la Niña Aurora. En unos instantes se abrieron enormes fosos y emergieron poderosas montañas en el agua. Enormes torres negras se abalanzaron contra el barco al tiempo que todos los sonidos antes perdidos vinieron desde el horizonte. El mar se paseaba por la cubierta de la Niña Aurora con la soberbia autoridad del que se sabe superior, obligando a los hombres a buscar cobijo en el vientre del barco. La bestia salada estaba estaba demostrando porqué nunca hay que perderle el respeto. Al mar no le importaban los marineros ni sus mujeres ni sus hijos. El mar quería a la Niña Aurora y esta vez no la iba a perder.

Fernando había agarrado la mano temblorosa que le tendía Lumbreras. La había usado como punto de apoyo para salir corriendo sin tan siquiera mirar atrás. atravesó un camino desigual flanqueado de helechos y en poco tiempo avistó su casa. Aunque el camino le llevaba derecho al umbral, prefirió rodear la casa para lavarse la cara con un poco de agua del serpentín. Fernando vivio muchos años, pero en su recuerdo siempre quedaría la frescura del serpentín de la casa de sus padres. ¡Cuantos calores de verano habían muerto ahí!. ¿Cuantas noches sin sueño se había tendido a la luz de las estrellas con la única droga de un trago fresco del pozo!…Cuando se hubo refrescado tomo el camino de la puerta. La madre estaba, como siempre, al calor de los fogones. Su padre dirigía la mesa. A un lado su hermana. Al frente, su silla vacía.
«En esta casa o se llega a la hora o no se come, salvo que algún santo te haya parado en el camino. ¿Qué Santo ha sido?» –preguntaba el padre sin levantar la vista de la mesa–
-«Ninguno padre» –contestó Fernando– «Es que me entretuve mirando unas piedras. Ya sabe usted que me llaman mucho la atención»
-«Bien que lo sé»–decía el padre–«Tanto te llaman la atención que no viste al Santo que seguro que estaba. ¿Te has lavado las manos?»
-«Si padre»
-«¡Pues ea!, a comer!… y otra vez fíjate bien que Santo es y a ver si te dice la hora!
Como cada día, el padre metió la cabeza entre las manos y murmuró una oración. después trazó una Cruz en el pan con la punta del cuchillo y cortó cuatro trozos. Fernando pensaba siempre en Navidad, cuando el primer trozo de pan se guardaba y al año siguiente aun permanecía tierno.»que nunca falta pan tierno en casa del que lo bendice».
Cuando esa noche Fernando se coló entre las sábanas no pudo dejar de pedir en sus oraciones por su nuevo amigo Lumbreras. «Ayúdale Señor. Que yo se que es bueno»
Soñó con caminos llenos de piedra brillantes, muy diferentes de los cuarzos y los piedras de hierro que el encontraba en las cercanías de Punta Olvido. Había jaspes maravillosos, piedras de jade como las de los cuentos orientales. ónices y calcedonias a puñados… pero cuando llegó la mañana las manos de Fernando estaban vacías. No había podido traerse nada del mundo de los sueños.
En el mar la única luz en la cubierta eran los reflejos de los rayos en los impermeables de los marineros. Cada vez que un destello hería el aire, los hombres se transformaban en bestias brillantes del color del mar profundo. El patrón había ordenado dejar el barco al ancla y aproar a la tormenta, pero era en vano. la tormenta venía de todos los mares del mundo, los vientos habían elegido a la Niña Aurora como punto de cita y esta no tenía más remedio que bailar a los sones de los cantos de las sirenas. Pero los hombres la mantenían a flote. De repente una voz se elevó por encima de la batalla de los elementos, una voz humana.
-«¡Todo a babor, a toda maquina!»
Nadie preguntó. Los marineros levaron anclas y el piloto giró todo el timón en sentido directo. la Niña Aurora crujió, amenazo con rebelarse a la maniobra como una muchachita enfadada . después, con la dignidad de una señora, enfiló el camino correcto.
Nadie quería saber nada. El patrón se colocó en la proa de barco y se hundía con ella en cada embate del mar. Se sumergía en las olas para aparecer unos instantes después moviendo la cabeza de un lado a otro como si buscara algo. Sólo se volvía lo mínimo para gritar las órdenes precisas a sus hombres y al momento ponía su mirada al frente mientras el agua escurría por su rostro. Durante horas el combate mantuvo las espadas en alto: el mar defendiendo su posesión. La Niña Aurora escapando de su abrazo…
Fue cuando la voz del piloto gritó desgarrada…»Ahí está!» y al levantar la vista todos vieron una chispa de luz en la lejanía. No era la luz poderosa del faro, Era una luz tenue, suave e irreal como las nieblas de febrero. Una luz detrás de la cual, sin duda, una anciana miraba al mar enfurecido esperando a que le devolviera a su amante.
-«¿Que llevas en la mano Lumbreras?–preguntaba Judas esa mañana—
-» Nada. Una piedra de un sueño, La he traído para Fernando….como se que le gustan mucho, anoche antes de despertar apreté una muy, muy fuerte y esta mañana la tenía en la mano »
–«¡Eso es mentira, No se pueden traer las cosas de los sueños! ¡Trae eso aquí!»
Judas se abalanzó sobre Lumbreras y agarrando con fuerza su muñeca se la retorció hasta que este abrió la mano. Entonces y para asombro de todos, una mariposa de color opalino salió volando con dirección al mar.
Cuando la Niña Aurora entró a puerto haciendo soñar su sirena todo el pueblo supo que el mundo seguía girando. Lo que nadie supo jamás, es que su patrón había salido de la tormenta siguiendo el vuelo trémulo de una mariposa de color opalino…
-«¿Me va a contestar usted Don Fernando?
– «Si Don Cándido»–Dijo este con una sonrisa–«Hablaba usted de un escritor muy antiguo; uno que terminó una de sus obras diciendo…»Y los sueños…Sueños son».

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El camino interior de Punta Olvido era para muchos un pequeño paraíso. Bajaba desde el monte retorciéndose y ofrecía numerosos lugares para reposar a la sombra al arrullo de un manantial. Un camino tan irregular que parecía que había sido trazado con tres dedos de una mano enorme que resbalara por la ladera.
Una verja de color verde ceñía una curva a la derecha, la curva del caserío de los perros. Detrás de ella siempre había tres o cuatro animales que ladraban a todo el que pasaba por delante de la casona. Justo frente a ella se encontraba el viejo depósito de agua. Una construcción de ladrillo rojo con una cornisa jaquelada en la parte de arriba. En los días de verano, cuando el sol estira las sombras por la tarde, era un placer el poder acercarse hasta el depósito, recorrer unos metros entre sauces y sentarse con la espalda apoyada en su pared. De su interior escapaba siempre un cántico rumoroso, una salmodia que incitaba al viaje interior; A la paz.
Un poco más abajo un lavadero abandonado servía de coto de caza a los más pequeños del lugar. Ranas, tritones y todo aquello que pudiera nadar en una charca vivían en continuo sobresalto en las horas en que no había escuela y en las vacaciones. Sólo los fríos hielos del invierno evitaban, y no del todo, los ataques de las manos expertas de los jóvenes cazadores.
Por fin, y tras un pequeño repecho, aparecía a los ojos del viajero el mar.
Uno podía mirar a derecha e izquierda y preguntarse como antaño no se dieron cuenta antes de que la tierra era redonda. El horizonte era tan ancho que uno percibía a la perfección la curvatura del planeta. Desde alli se olían las tormentas. Se sentían los latidos de los continentes. Se podían contar las estrellas. Ese mismo repecho había conocido a los balleneros que se iban al Labrador. los galeones al Nuevo Mundo, los suicidas a la muerte.
Desde ahí se hubiera visto nacer Punta Olvido. Primero unos refugios de pescadores, luego unas casas. Por fin, un puerto. Más tarde el faro, una taberna, la escuela…
El camino interior era el mensajero. Por el llegaban las cartas, las buenas y las malas noticias. Por el escapaban los difuntos endomingados, los amantes incomprendidos, los sueños de los que alguna vez soñaron con dejar el puerto y jamás lo consiguieron.
El camino interior llevaba en una dirección a Punta Olvido.
En la otra a ninguna parte.
Tasia caminaba. recorría una vez más el camino con dirección a ningún lugar. Según paseaba iba contemplando su sombra alargada en el suelo diciéndose que ya no era la mujer bella que fue. Estaba cansada de ser la mujer de todos los hombre de un puerto. La madre de todo los niños. Viuda, soltera, madre, hermana, esposa, bella, anciana…demasiadas palabras para una mujer cansada, muy cansada.
Cada vez pasaba menos tiempo detrás la formica verde de la taberna. Echaba de menos los ojos luminosos de aquel niño mudo que le compraba tabaco «a fiao» para su padre. O al hombre que siempre la amó y sólo se lo confesó el día de su muerte…Se echaba de menos a sí misma.
Al pasar por delante del caserío de los perros se preguntó quién vivía allí. En tantos años nunca se le había ocurrido pensar que la casa parecía deshabitada, pero siempre tenía la verja pintada y la hierba segada. ¿y porqué el depósito de agua, si en el pueblo se bebía de los manantiales?. ¿Se habría usado alguna vez el lavadero?…y todavía un pregunta de más difícil respuesta. ¿Quién entregaba las cartas en Punta Olvido? No había cartero. Nunca se había visto a nadie hacer el reparto de la correspondencia.
Se sentó al arrullo de la música de agua del depósito y sacó dos hojas dobladas. La primera estaba completa. La segunda por la mitad. Dos hojas holandesas de dobleces sucios por el uso. Tasia no necesitaba mirarla. Aunque estaba sin firmar reconoció en cuanto la vio la letra picuda e irregular de Takolo. La había leído tantas veces que las palabras vinieron a su mente en cuanto puso las dos hojas contra su pecho.

«Entre los barrotes de mi celda se abre un paisaje magnifico, Mis ojos nunca llegarán a abarcar lo bastante como para que algún día me canse de contemplarlo. Aunque no puedo tenerte conmigo me consuelo colocando tu recuerdo en cada uno de sus rincones; Ayer te vi paseando por el camino de la grúa y el viento coló en mi celda tu perfume. Recordé cuando yo también estaba de tu lado del muro. Fuera de mi prisión. Cuando dudaba entre beberme tus ojos o tus labios y al tender mi mano suavemente enlazabas tus dedos en los míos…Y mi mano olía entonces igual que el viento de mi celda.
Hoy te he visto sentada en la hierba y el viento caprichoso se empeñaba en apartarte el pelo de la cara, y has mirado al cielo entre las pestañas cuando has sentido en la nuca el paso fugaz del beso que te he enviado entre los barrotes de mi ventana; mis manos sin substancia se han abandonado en tus hombros.
A fuerza de mirar he llegado a ver en tu boca el blanco de tus dientes asomando entre los labios, y también ahí he depositado un beso largo y profundo que tu has sentido caído del cielo…con los ojos cerrados;como se besan los amantes para no llegar nunca a conocerse del todo. Cuando yo he abierto los míos tu ya no estabas, pero todo tu cuerpo se ha quedado dibujado en la hierba y -si pudiera estirar la mano lo suficiente- estoy seguro de que aun podría sentir tu calor.¿Recuerdas como nos mirábamos a los ojos esperando que uno de los dos dijera lo que los dos pensábamos? Ahora que lo único que me queda libre son mis ojos no puedo encontrar los tuyos para mirarme, y aunque repito constantemente todo lo que debí haber dicho entonces, no estoy seguro de que lo llegues a oír.
Cuando era pequeño frente a la ventana de mi habitación había un charco. Daba igual que lloviera o no. Siempre había un charco.
Al llegar las tormentas de primavera Madre salía corriendo como una loca a guardar a los animales «los rayos van a las herraduras y a los árboles» -decía- «Hay que guardar a los animales y salir a campo abierto «- y añadía rotunda- «…y además si te metes debajo de un árbol te mojas dos veces ¡Txotxolo!…»
Yo subía corriendo a mi cuarto y me asomaba a la ventana para hablar con mi charco. Sentado en el alfeizar de cinc me sentía la frontera del mundo. A la derecha mi cuarto austero. Una estantería sin libros que tenía tres cajones. En el primero camisas y pantalones. Bajo estos la ropa interior, calcetines, pañuelos, unos guantes… en el último mi plumier, una caja con mi compás y mi tiralíneas y una caja de puros con sellos que siempre guardé y nunca coleccioné. Entre la ropa la madre solía poner maderitas de cedro de las que traen los puros buenos , «porque dan buen olor y alejan a las polillas »
Y mi cama. En ella profanaba tu recuerdo. Sin tu presencia mi mano dibujaba en el aire la curva tibia de tu cadera y tus piernas ausentes ceñían mi cuerpo. cuantas noches me despertaba con la sensación de tener en mis labios el sabor de tu piel más oculta…cuantas veces lloré porque te quería tanto que no podía decirte los mucho que te deseaba…(tu no me pensabas tanto como yo a ti)…cuantas veces sufrí por poseerte en solitario..
A mi izquierda, la lluvia llenaba las tejas y les abría canales mientras destilaba el olor de las tormentas. Y mi charco hablaba; se agitaba furioso cuando me reñía al ritmo de la lluvia…Se rizaba manso a la caricia del viento. ¿Acaso habría un charco frente a tu ventana? Nunca lo supe.
Cuando desde la humedad de mi celda de recuerdos miro hacia afuera nunca pongo el tuyo en el camino hacia mi. No quiero que vengas. Ahora me he librado de desearte, de odiar las manos que te tocan cuando las mías no te alcanzan, al aire que puede entrar y salir de tí, del mar que te abraza…
Se que cada vez queda menos y tendrás que venir a mi. Pero espero que aun tardes mucho porque soy feliz en mi encierro. Te tengo en mi paisaje…Te quiero..
Además…No es tan triste haber muerto de amor.»

Tasia cerró los ojos y levanto la cabeza al cielo. Sus labios agrietados se unieron y lanzaron al viento un beso. Seco, como sus ojos vacíos de mar después de tantos años de lágrimas. Y según el beso ascendía se hacía más y más grande, más y más húmedo, hasta que alcanzó las nubes y con un derroche de rayos y truenos volvió a la tierra en forma de tormenta. Entre la cortina de agua se intuía en la costa la silueta fantasmal de los balleneros arpón en mano persiguiendo a las bestias . Entre los truenos se distinguía la sirena de la Niña Aurora cantando alegre una y otra vez su entrada a puerto mientras una miriada de mariposas opalinas esquivaban con su vuelo trémulo las gotas de agua de lluvia. La Lamia abandonó a sus crías para no perderse el conjuro del amor. Todo fue subiendo en intensidad hasta que rozó lo insoportable. En ese momento, tan rápido como había aparecido, todo calló. En el silencio doloroso de los instantes siguientes sólo se escucho la voz fresca de una mujer de ojos verdeambarinos, llenos de nuevo de mar, que por unos segundos volvió a ser la chica de pocos años que se acercaba al puerto por vez primera a coser redes. Por unos instantes vio de nuevo a aquel hombre que la miraba como después sólo miraría el borde del vaso de aguardiente. Por unos instantes, su voz pude decir, por fin…
–«Yo también te quiero».

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La encontraron a la mañana siguiente sentada contra una piedra. No había depósito ni caserío con perros ni lavadero ni mar. Sólo dos hojas de papel que, si alguna vez habían tenido algo escrito, la lluvia había borrado.
Al atardecer una mujer, casi una niña corría por la playa, con los brazos abiertos contra el viento que ya soplaría siempre hacia tierra. Descalza, casi sin tocar la arena buscó un sitio para sentarse abrazada a sus rodillas hasta que el mar viniera a jugar con los dedos de sus pies.
Cuando sintió que alguien depositaba un beso en su cuello se volvió hacia el y mirando por el ángulo de los ojos le preguntó por qué había tardado tanto.
-«Estaba ayudando a mi hermano, que se había caído al puerto. ¿Nos vamos o qué? Son fiestas en el Valle…
-«No -dijo ella con suavidad- «Hoy nos esperan en otro sitio» Se cogieron de la mano y comenzaron a caminar con dirección al mar. Apenas había olas. Con el agua al talle pasó el brazo por la cintura de ella y la atrajo hacia si. Se volvieron despacio, lo justo para ver como se desvanecían las luces del puerto poco a poco, una tras otra. Dejó de lucir el faro y la luz de la taberna. Se fue apagando todo hasta que sólo quedó, como flotando en el aire, la luz de una ventana.
-«Esa que no se apague». –Dijo Takolo- «Que siempre habrá un marinero que necesite volver a puerto…»
En la playa sólo quedaron la huellas de dos personas que caminaban en dirección al horizonte. La marea las tapa todos los días, pero aparecen de nuevo. Cada atardecer dibuja en la arena el paso sereno de un pescador joven y el alegre cascabeleo de una mujer de pie pequeño pero de amor grande. Si llegas suficientemente deprisa aun tendrás tiempo de recibir entre el aire del mar una gota de aroma de violetas. Pero no esperes verles. el mar tapará sus pasos hasta otro atardecer y tu sentirás la necesidad de dibujar con el dedo un corazón en la superficie de la Luna
Sólo unos pocos saben ahora en que puerto del corazón luce el faro de Punta Olvido.
Sabrás que estás allí cuando una lágrima en tu mejilla te recuerde que tus brazos serán – siempre- demasiado cortos.

Ereaga 7 de agosto de 1993

Written by Juan Manuel Sánchez-VIlloldo

14 septiembre, 2011 at 0:13