Creo que lo se…

Lo que creo saber y cómo lo se…

Archive for diciembre 2015

Last Christmas

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calavera-para-navidadYo sólo tenía quince años, esa edad cuando uno termina de preguntar a todo «por qué» y comienza a sentirse invencible. Estaba convencido de que las cosas cambiarían por el mero hecho de que yo deseara ese cambio.

Sabía que algo no iba bien. Año tras año, cada siete de diciembre mis padres me llevaban a un restaurante junto a la playa. Recuerdo aquellas enormes bandejas de pescado con las que los tres celebrábamos su aniversario. Éste año tocaba el vigésimo, pero no hubo ni restaurante ni celebración.

«Ayúdame» me dijo mi padre aquel sábado por la mañana. Vamos a poner el árbol de Navidad. Supe al momento que era una excusa.

Me explicó qué estaba pasando, que mama y él ya no iban a vivir juntos nuca más y que se tendría que marchar tras el día de Año Nuevo. Me dijo que me quería, pero que mamá ya no le amaba como cuando se casaron, y que ya no quería vivir a su lado. Recuerdo que lloré. No sé muy bien por qué, ni por quién, pero las lágrimas acudieron a mis ojos sin haberlas llamado, como si tuvieran vida propia.

«Vamos a adornar el abeto del jardín: el año que viene tendrás que hacerlo tú solo», me dijo.

Pasamos una buena mañana, pese a todo. El árbol quedó precioso, pero me fijé que mi padre había dejado una rama casi desnuda, sin adornos ni luces.

«Esa es mi rama. Quiero que la dejes desnuda cada año, así, cuando la vea de lejos sabré que te acuerdas de mí»

Volvía a llorar, pero él me dijo que el domingo colgaría algo muy especial de esa rama.

Me levanté al alba y salí tan rápido como pude y le vi. Allí estaba mi padre, columpiándose al extremo de una cuerda de aquella rama desnuda.

 

 

Written by Juan Manuel Sánchez-VIlloldo

15 diciembre, 2015 at 1:32

«La llave»

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Yo tenía sólo nueve años: ella siete, bueno…, casi. Estaba en la linde de aquel camino polvoriento que yo recorría a diario hasta la granja de mis tíos con una cántara de leche vacía. Yo se la dejaba cada tarde y mi madre la recogía, llena, cada mañana, antes de que yo me levantara.

El primer día no la miré. ¿Una niña? ¡Ni hablar! Me esperaban mis amigos con el balón para apurar las últimas luces del día antes del perceptivo baño, antesala de cena y cama.

El sol de septiembre se precipitó veloz tras las montañas que le fueron devorando a mordiscos hasta dejar una agradable penumbra, sólo rota por la agonizante luz de mi bicicleta.

Así la fui viendo un día tras otro, hasta que el verano murió en los brazos de los cólquicos y el otoño entró casi sin querer, como pidiendo permiso. Para entonces ya éramos novios. No “novios de esos de verdad”, no: mi madre se reñía mucho con eso. Pero los años pasaron y seguíamos juntos, Y así fue durante los siguientes cuarenta años.

Me acuerdo que una vez ella me preguntó si le quería y yo contesté que sí.

—¡Demuéstramelo! —me pidió con una sonrisa.

Cuando no tienes nada, es difícil hacer demostraciones.

—¿Me quieres más que a tu bici? —me preguntó mirándome por el rabillo del ojo.

—¡Claro que sí! —me había dado la solución, sin querer, al problema.

Rebusqué en mi bolsillo hasta encontrar una llave pequeña. Pertenecía al candado de mi bicicleta. Se la entregué sin dudarlo. La miró un instante, como evaluando el significado de mi gesto. Después, en un arranque de sincero cariño, se alzó sobre la punta de sus pies, me dio un beso fugaz en los labios y salió corriendo. No volví a ver aquella llave en mucho tiempo.

El día de nuestra boda, muchos años después, cuando acudí a rescatarla de los brazos del padrino a la puerta de la iglesia, un reflejo en su cuello me llamó la atención. ¡Allí estaba mi llave! La había bañado en oro y relucía como una estrella arrancada del cielo. Allí la vi esa noche, sobre su garganta mientras perpetrábamos el acto de amor más sincero que la vida me ha concedido.

Pasada esa noche perdí de nuevo de vista a la llave durante muchos años.

La vida fue pasando y, entre amores y desamores, algo se fue rompiendo entre nosotros. La rutina, los celos…, tal vez el simple hastío de llenar un día con los restos del anterior, fueron arrancando la delicada piel de nuestra unión.

Hoy, más de cuarenta años después de aquel viaje en bicicleta con la cántara vacía, he visto la llave. Estaba sobre la mesilla de noche cuando he llegado a casa. Junto a ella, una lacónica nota: sólo cinco letras.

“Adios”

Written by Juan Manuel Sánchez-VIlloldo

5 diciembre, 2015 at 14:21